La norma hace el hábito. Cierto como un templo. De hecho hoy normalizamos todo. Necesitamos que una ley nos obligue a respetar los pulmones ajenos, nos impida aparcar en la entrada de un hospital, que nos obligue a regular nuestros ruidos…
Poco a poco vamos eliminando el espacio propio del sentido común. O hay norma o libre albedrío.
Tal vez en las escuelas debería ser evaluable una asignatura que se llamase así: “Área del respeto”, con el mismo peso o más que la materia de matemáticas, la de lengua… ¿Si no hay asignatura no debe aprenderse? Eso es lo que debe de pensar alguno de nuestros adolescentes.
La profesión de educadores es inexacta. Surgen conflictos docente-discente biunívocos. Resolverlos eficazmente, implica colaboración, buenas intenciones y sobre todo respeto. Mucho respeto mutuo.
Un profesor vocacional, como es nuestro caso, se implica a veces más de la cuenta en el proceso enseñanza del pupilo o pupila en cuestión, y ahora hablo de un caso concreto. Hace propias las dificultades del alumno o alumna, se pone en su piel para ver qué está fallando, por qué no se asimilan determinados conceptos…
Y se cae en el error de creer que nuestro adolescente imprime en su labor de aprendizaje, tanto como nosotros en nuestra labor de enseñanza.
Y en el momento más insospechado, el pupilo o pupila, espeta un gesto despectivo, destapa su verdadero rostro y se hace evidente que el único guerrero en el campo de batalla es el maestro. Hace tiempo que se quedó solo luchando por la formación del futuro adulto, que jamás entendió el concepto del respeto hacia el trabajo ajeno.