LA HISTORIA DE UNA EXPERIENCIA
Verano azul y ocre, calor y temperatura elevada, esperanza en el corazón, dolor, angustia y deseos incontenibles de abrazar fuerte, muy fuerte la vida.
Allá por el verano de 1965, el cielo se resquebrajaba para mí. Es una triste historia que reposa en mis recuerdos de niña y ahí estará eternamente.
Hoy por primera vez, van a ver la luz. Deseo fervientemente darle gracias al cielo por todo lo que sucedió después.
Aquella niña no comprendía nada… Las circunstancias la llevaron con tan sólo 9 años a organizar, cuidar y dar sostenibilidad a una casa con 3 niños a su cargo y una madre que se debatía entre el sol y la luna, entre el ser y el no ser y caminaba apagando el fuego abrasador, reconocía la vida con un suspiro, pasaba de niña a mujer ignorando cómo se hacía aquel cambio.
- Hija: Tu madre se muere –dijo mi padre entre sollozos y abrazos-
- ¿Por qué, padre? Madre no se va a ir porque mis hermanos son todavía muy pequeños.
- Ya hija mía, ya sé que son pequeños pero tu madre se muere.
Yo no sabía apenas rezar, pero juro a Dios que aquel día de verano recé con tanta fuerza que aún recuerdo mis manos apretadas…tanto, que la sangre fluía poderosamente por ellas hasta creer que el sudor tenía el color rojo intenso del deseo de vida para ella.
- No lo permitas Dios mío, yo todavía no sé cómo se puede vivir sin una madre, sólo tengo 9 años.
- No te la lleves todavía, tendrá que enseñarme lo que necesito saber para cuando sea mayor. ¿Es qué no lo entiendes?
Un silencio atronador me respondía:
- Espera… Acaríciala, dale tú el hilo de vida que le falta.
- ¡Yo no sé hacerlo! ¡No se dar vida! ¡Necesito a mi madre para aprender cómo se hace!
Mi padre se fue a trabajar. El mundo no se podía detener y su próximo destino era un pueblecito cercano al mío, San Esteban del Molar.
La sed y el polvo del camino hicieron a mi padre detenerse en el “Mesón Camila”, lugar y referencia del pueblo.
- Isidoro, hace calor. Pasa, el agua es gratis y la posada siempre está abierta para las buenas gentes como tú.
Mi padre aceptó la invitación mientras la noche lo tragaba y la soledad lo comía. El silencio lúgubre del momento dio paso a los sollozos de un hombre marcado por el deseo irrefrenable del contar sus días, su presente y esa maldita enfermedad que venía de frente, para elegir mal y demasiado pronto, a la madre de sus hijos.
Detrás de una pequeña ventana, abierta por el calor reposaba el médico del pueblo, Don José Antonio. Era su primer destino, el comienzo de su devenir profesional, la curiosidad y seguramente la primera oportunidad que se le presentaba. Fueron los elementos necesarios para ofrecerse a visitar a mi madre.
- ¿A usted le importaría que yo, como médico, la fuese a visitar?
- A mi no me importa pero allí ya hay médico y sería muy comprometido para usted…
- No se preocupe el casco de la moto me servirá de disfraz…
Las visitas a mi madre eran la esperanza de su vida. Pronto mejoró y nadie, salvo nosotros, sabía quien era esa persona disfrazada de “motero” que entraba en casa del “Lucero”.
Y Dios oyó mi ruego. Y el cielo recubrió su cama para curar a mi madre.
Y hoy, queridos paisanos, con 88 años y lúcida con el astro Sol, camina erguida y saboreando cada minuto de sus celebrados días, haciendo de faro-guía para quienes la disfrutamos.
A Dios le pido que le perdone la vida porque necesito caminar a su lado el resto de la mía.
Un sueño de esos que se hacen realidad.
Dedicado a mis padres, Isidoro Cañibano y Mª Teresa Palmero