La tristeza nos lleva a lugares en los que no queremos estar. Tan sólo una palabra, un gesto, un desplante, un desencuentro, un malentendido, un silencio solemne y malintencionado… y nos sumergimos en el profundo mar de la tristeza.
No queremos permanecer allí, luchamos por salir a flote, por volver a respirar el aire oxigenado de la alegría; pero nos damos cuenta de lo difícil que es salir. A veces ni siquiera intentamos nada, simplemente nos dejamos llevar hasta el fondo sin poner resistencia… y hasta encontramos cierto placer en la desesperanza. Queremos sonreir, pero los labios parecen haber olvidado cómo hacerlo y se resisten a la mueca. Queremos olvidar, pero sentimos que algo pesa terriblemente sobre nuestros hombros y permanece cruelmente anclado en nuestro corazón.
Luego, por suerte, el tiempo restaña las heridas y permite que, poco a poco, salgamos a flote medianamente indemnes. La tristeza nos deja pequeñas cicatrices que lentamente, se van volviendo blancas,lo que las hace imperceptibles a los ojos ajenos. Cada uno de nosotros sabe donde tiene las suyas; y a veces, cuando amenaza tormenta, nos vuelven a doler.