Érase una vez un muchacho de unos veinticinco años, maleducado y cuyo gesto admitía pocas bromas; es más, nunca le vi sonreír.
Hace un mes vi de lejos alguien en una silla de ruedas. Daba vueltas a las ruedas con gran esfuerzo, pero con determinación. Cuando lo tuve cerca cuál fue mi triste sorpresa que era el muchacho grosero, sin embargo, según pasó junto a mí me dio los buenos días. Nada dije, estaba impactada, pero al rato lo volví a encontrar y le pregunté:
-Me derrapó la moto y fui a dar contra “el quitamiedos” de la carretera. Me salvé de milagro-esta última frase me la dijo con una luz en la mirada henchida de alegría.
Ayer volví a encontrármelo. Se acercó feliz con una enorme sonrisa; iba todo él encorsetado caminando muy despacio, pero con voluntad y decisión.“¿Has visto?” Me dijo mientras me acompañaba hasta el portal y trataba de abrirme la puerta.
Ya no es aquel chico que parecía perdonarte la vida al pasar por tu lado; la moto había modificado su actitud ante el mismo, ante los demás.